El tiempo pasado pero no perdido
Hablar sobre el tiempo, en términos relativos, es un ejercicio de equilibrismo. Por eso, con una botella medio vacía y pocas horas de sueño, me atrevo a escribir sobre el tiempo pasado pero no perdido.
Proust, en su libro “En busca del tiempo perdido”, nos recuerda que no hay mayor felicidad que la del recuerdo, el único capaz de hacernos revivir el pasado en el que fuimos dichosos, asegurando que los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos.
El tiempo no es uniforme y no discurre a la misma velocidad. Dejando a un lado la estructura física del tiempo, todos hemos sentido alguna vez como los minutos duraban horas y las horas, a veces, sesenta segundos. Paradójicamente, corre más deprisa cuanto menos queremos que pase, cuando más queremos que las agujas del reloj se detengan, cuando más nos gustaría cristalizar el momento.
A diferencia de Proust, en un acto presuntuoso, yo nunca hablaría sobre el tiempo perdido. No todo el tiempo pasado se pierde, a veces, se gana. Y se gana para quedarse fijado en nuestras mentes, en un para siempre que ni el más habilidoso de los ladrones podrá robarnos nunca. Porque como decía Jean Paul; “la memoria es el único paraíso del que no nos puede expulsar”.
Hay etapas que tienen fecha de caducidad, y alargarlas sería un error. Y es que, tristemente, hemos de asumir que somos peones en un tablero de ajedrez, dónde únicamente nos moveremos hacia delante. Tal vez, por eso, los finales de cualquier etapa sean como el último capítulo de nuestra serie favorita, hacen que nos pongamos tiernos.
Además, el tiempo es un notario que da fe del resultado de cada experiencia. Es el encargado de evaluar a personas y lugares. De constatar, en retrospectiva, si nuestra decisión fue la correcta, si elegimos el camino adecuado. Nos quita la venda de los ojos para aprender de lo que hicimos o lo que deberíamos haber hecho.
El transcurso del tiempo también nos deja imágenes. Nuestro salvavidas frente al paso de los años. Cuando la memoria falle, una combinación de píxeles será nuestra mejor aliada, con la que recorrer los callejones de nuestra memoria, buscando una fotografía mental que nos teletransporte hacia ese momento, hacia ese lugar. Cuando los recuerdos se nublen, acudiremos a ellas como un refugio ante la fugacidad del tiempo, como un viaje hacia nuestros recuerdos. Y si dichas imágenes hablarán y pudieran contar historias, tendríamos el peligro de que la nostalgia nos terminase por invadir, como una plaga que jamás pudiésemos exterminar.
Al final, como meros espectadores de este juego llamado “vida”, no nos queda otra que aceptar las reglas impuestas y bailar al unísono del paso del tiempo. Seguiremos cerrando etapas y abriendo nuevas puertas. Siempre buscando la mejor jugada, siempre buscando el jaque mate. Y aunque seamos peones, nos esforzaremos por llegar al final del tablero, salvarnos del tiempo y ganar la partida.
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